Su belleza era resoluta, con notas de pequeñas y vistosas imperfecciones, tanto en el carácter como en su piel, y aún así, al verla, te sentias inundado de una sustancia tibia, que te recorría la columna vertebral. Se reía estrepitosamente, y toda su cara se llenaba de luz, caminaba erguida despidiendo un olor a hierba y noche estrellada. Podía mirarte y nadar en las insondables aguas de tu alma sin atisbo de miedo, cogiendo a ciegas tus secretos, para traerlos a la superficie como si de pequeños peces de magenta y plata se tratasen, agitándose temblorosos entre sus pequeñas manos morenas.
Su luz se apagaba a ratos, como la de una luciérnaga herida en una noche tibia de verano, después dejaba de pensar sacudiendo su cabeza prodiga en contrastes y búsquedas de tesoros intangibles, y se quedaba mirando sin ver nada en realidad, era un pequeño ritual anquilosado, que guardaba en el armario de las herramientas de subsistencia, para pequeñas o grandes emergencias.
Yo la vi solo una vez, posó su mirada oblicua en mis ojos y se dedico desvergonzadamente a revolver en los cajones de mi alma, que no estaba por cierto ese día, pasando por un buen momento, como suele decirse, se quedó un rato allí degustando mi angustia, como un animal selvático y primitivo, para luego decirme con su voz empalagosa con notas de canela y pimienta, que todo lo que necesitaba ya lo tenía dentro de mi, y que no hiciera la maleta para emprender aquel peregrinaje que yo creía me haría ver la luz, porque ya brillaba yo como el faro de Alejandría y que claro con tanto fulgor yo estaba deslumbrado y medio cegato y que así nadie, ni yo, podía ver su propia luz.
Después de ese día no volví a verla más...
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